Mi historia: fuego, memoria y creación

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Soy Vanessa Rivera Pozas. Nací en Silillos, una pequeña aldea de la provincia de Córdoba, aunque mi infancia transcurrió entre Córdoba, Madrid y la sierra de Manzanares el Real, donde hoy sigo viviendo. Desde muy joven me acostumbré al movimiento y al trabajo. A los 18 años me independicé y comencé mi andadura profesional en la industria cosmética.


Pero a los 25 años tuve una revelación: no era feliz. No me imaginaba cumpliendo años haciendo algo que no me llenaba.


Volví a Córdoba. Después de un tiempo de adaptación, decidí que había llegado el momento de estudiar, algo que siempre había deseado pero que mi familia no pudo permitirse. A los 27 años me planté en la Escuela de Arte Dionisio Ortiz, sin saber qué me encontraría allí. Lo que encontré fue la joyería. Sin saberlo, había llegado al corazón de una de las ciudades joyeras más importantes de España.


Me enamoré del metal, del fuego y de la posibilidad de crear historias que pudieran llevarse puestas.


Estudié con dedicación y obtuve matrículas de honor. Después de dos años, me trasladé al Parque Joyero de Córdoba, especializándome en microengastado de diamantes. Gané un premio que me llevó a Polonia, donde aprendí a tallar ámbar natural, y completé mi formación en Italia trabajando con uno de los grandes del oficio.


La vida me llevó a quedarme en Italia, pero no conseguí abrirme camino en el sector joyero. Aun así, seguí creando y aprendiendo. Trabajé en restaurantes, fui maestra de español y acabé formándome como maestra florista. Pasé cinco años maravillosos que me enseñaron la paciencia y el arte de transformar lo efímero en belleza.


De regreso a España, instalé mi floristería ambulante en la sierra de Guadarrama. Pero la llegada de la pandemia cambió todo. El COVID me obligó a parar y a preguntarme: quién soy y quién quiero ser a partir de ahora.


La respuesta fue clara: soy joyera.


Empecé a buscar herramientas antiguas para montar mi propio taller. Así conocí al señor Emilio, un maestro joyero jubilado que me vendió su taller completo. Muchas de las herramientas que hoy uso tienen más de 100 años. Han creado historias en manos de Emilio y ahora continúan su vida en las mías. Cada golpe, cada pulido, cada fuego que enciendo lleva la energía de ese legado.


Estos tres últimos años los he dedicado a recordar, practicar y, sobre todo, a demostrarme a mí misma que sí puedo. Puedo trabajar con mis manos. Puedo crear con seguridad y sin miedo. Puedo reconocer mi propio valor.


Hoy, siento que es hora de abrir las puertas de mi taller para que todo aquel que quiera pueda entrar en mi mundo: Vanera. Un espacio donde el fuego, la memoria y el arte de lo imperfecto dan forma a joyas únicas.


Vanera no es solo una marca. Es mi hogar, mi historia y mi forma de compartir belleza auténtica con el mundo.